La torre de marfil

Este es un espacio para quienes quieren conversar sobre el Perú con la distancia -y marginalidad- de la diáspora. Le daremos particular importancia a la política doméstica y los conflictos culturales de las sociedades del norte para establecer contrastes irónicos en relacion al Perú.

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Nombre: Eduardo Gonzalez
Ubicación: Brooklyn, New York, United States

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jueves, febrero 25, 2010

Nos mudamos!

Nos mudamos! Estamos ahora en un servidor peruano!
http://latorredemarfil.lamula.pe

miércoles, abril 22, 2009

La ofrenda. Una lectura de "La teta asustada" de Claudia Llosa


En Enero de 2002, acompañé brevemente a los forenses que condujeron la exhumación de ocho cuerpos en Chuschi, Ayacucho, como parte del trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Uno de los recuerdos más claros que tengo es el de un evento que ocurrió antes de –no durante—la exhumación.

Habíamos viajado por horas, desde Huamanga, siguiendo una carretera sinuosa y tercamente ascendiente cuando, apenas pasada un abra, uno de los miembros del equipo forense anunció que habíamos llegado a un buen lugar para hacer la ofrenda. “¿Qué ofrenda?” pregunté. “El pago que vamos a hacer para que el trabajo salga bien”, fue la respuesta.

Apartándonos un poco del camino, encontramos un pequeño prado donde nos sentamos en círculo y mascamos coca, mirando a los apus de la zona, a lo lejos. Al tiempo, uno de nuestros colegas abría un hoyo en la tierra mientras cantaba una letanía en quechua. Luego, en tanto todos observábamos, colocó cuidadosa, tiernamente, en el hoyo hojas de coca, caramelos, miel, aguardiente y el feto momificado de una llama. Cubrimos el lugar con tierra y pasto y, cumplido el pago, seguimos el camino hacia la que sería la primera exhumación de la Comisión de la Verdad.

La tierra, que en alguna parte de estas montañas, había acogido por casi veinte años los cuerpos de ocho campesinos asesinados por el Ejército Peruano, recibía así, antes de entregar los cuerpos, una ofrenda. En los años que han pasado desde esa primera exhumación, muchos otros cuerpos han sido devueltos por la tierra que los protegió, para que las familias ejerzan el derecho de llorar a sus muertos y para que el país se purifique.

Claudia Llosa ha optado en “La teta asustada” por contar una historia de entierros y florecimientos, de bultos que se ocultan en el vientre de la tierra o en el de una mujer, con la ilusión de proteger o la esperanza de florecer. Como lo hicieron durante los 80 Jaime Higa y Eduardo Tokeshi, o como lo hiciera Yuyachkani al poner en escena “Adiós Ayacucho”, Llosa explora la idea de los fardos mortuorios que no guardan precisamente podredumbre, sino la angustia y la inquietud de un vientre del que algo va a surgir.

Fausta (Magaly Solier) es, en la historia, una hija empeñada en cumplir con el mandato más básico de la piedad filial, que es dar sepultura digna a su madre. Fausta se niega a un entierro apurado en el patio de la casa, en una Lima en la que no reconoce más que un refugio. Anuncia a su familia que hará todo lo que sea necesario para llevar el cuerpo de la madre al pueblo y las mujeres de la familia la ayudan ungiendo el cadáver con óleos que han de preservarlo hasta que llegue el momento del regreso a su tierra (y a la tierra).

Pero el entierro del cadáver es una historia paralela a otro entierro: el que Fausta ha llevado a cabo en su propio cuerpo. Su madre, violada durante la guerra, le ha contado que una mujer en el pueblo decidió colocarse una papa en la vagina como protección contra la violación. “Asco daba” dice Fausta, y en razón de ese asco (no del obstáculo físico), la mujer se salvó de la violación para, después de la guerra, casarse y tener hijos. Fausta, que tiene miedo de todo y que no puede ir sola a ninguna parte, ha tomado la decisión de imitar a la mujer del pueblo y defiende su decisión en dos ocasiones: cuando un médico ofrece retirar el objeto y cuando Noé (Efraín Solís), el jardinero, que proviene de su misma región y habla su lenguaje, la critica oblicuamente diciendo que la papa es una planta común, que da flores comunes y esto rara vez.

En su empeño de conseguir algo de dinero para sepultar a su madre, Fausta vence su miedo y obtiene empleo trabajando en la casa de la señora Aída (Susi Sánchez), una encarnación moderna y femenina de Humberto Grieve, el blanco abusador que se aprovecha de Paco Yunque en el clásico cuento de Vallejo. La señora Aída es una artista que no puede crear; vive en una inmensa casa vacía, rodeada de una Lima que ha cambiado y que ya no le pertenece; está permanentemente deprimida y es incapaz de comunicarse con nadie, excepto para dar órdenes. De hecho, Fausta y su madre muerta tienen una relación más íntima que la señora Aída y su hijo.

Frente a la oferta de un intercambio justo, Fausta acepta alimentar con sus canciones a la artista. Para Fausta, las canciones no son una propiedad: son la forma que tiene de comunicarse con otros y consigo misma, como ocurre al inicio de la historia, durante la agonía de la madre. Por cierto, la intensa música de Selma Mutal merecería una reseña que no estoy en capacidad de ofrecer.

Para la señora Aída, una especie de pishtaco que vampiriza la música de Fausta, las canciones son un instrumento de prestigio, la única posibilidad de encontrar un respiro a su permanente depresión. Ella también tiene un entierro en su pasado: en una de las escenas más profundamente conmovedoras de la película, la señora Aída descubre en el jardín la muñeca de infancia. “Me dijeron que si la enterraba se iría a otro lugar y no volvería” dice, con amargura. “¡Mentirosos!” La ofrenda de la señora Aída no ha florecido, no ha propiciado una buena jornada. Su dueña ha vivido una vida marcada por el dominio sobre los otros, la adulación, el aislamiento del poder, pareciera que la tierra no quiere nada con ella y le devuelve el pago que hiciera cuando niña.

La tensión permanente en la historia –qué ocurrirá con el cadáver de la madre, podrá Fausta sacar de su vientre el bulto que simboliza su miedo- se resuelve en una confrontación entre Fausta y la señora Aída. Humillada porque Fausta le recuerda oblicuamente que ha presentado como propia una obra ajena, la señora rompe el trato y abandona a Fausta. Fausta, luego, al cabo de una escena terrible en la que siente miedo de ser violada por su tío (Marino Ballón) que sólo intenta demostrarle que aún en las peores circunstancias, ella quiere vivir, corre a la casa de la patrona y toma sin permiso las joyas que le habían sido prometidas a cambio de sus canciones.

Ese acto de justicia a mano propia, es desencadenado por el miedo y se lleva a cabo en el miedo. Pese a la foto amenazante del militar en el cuarto de la señora Aída, Fausta toma del suelo, una por una, las perlas prometidas y escapa. Sólo entonces, agotada, colapsa y le pide a Noé que la ayude “¡Sácalo, sácalo de mi cuerpo, por favor!”

Noé la lleva al hospital y el tío Lúcido la atiende, luego de la operación. Con las perlas de la señora, llevan el cuerpo de la madre al pueblo. Un bulto ha sido removido para que el vientre de Fausta quede libre de miedo; un bulto tiene que ser entregado al otro vientre, el de la tierra. En el camino, sin embargo, Fausta –que ahora es libre del miedo que la atenaceaba durante toda la historia—decide que la madre no tiene que ser enterrada en el pueblo, después de todo. En un acto que yo leo como una reconciliación con la costa y una reivindicación histórica, Fausta le confía el cuerpo de la madre a las arenas del desierto, frente al mar. Tal vez, en esa aridez, el cuerpo ayude a que algo germine, del mismo modo que sobre el cascarón de la Lima señorial ha florecido una ciudad chola, kitsch e insolentemente feliz. Del mismo modo que, en la última escena, las papas que deja Noé en la puerta de Fausta han dado una bella flor amarilla.

Llosa cuenta su historia combinando estilos y narrativas que hubieran aplastado a otro director con menos capacidad de motivar a sus actores y de mantener una visión consistente. La historia de Fausta es contada en permanente contrapunto a la historia de la Lima chola, que se construye con ingenio y con exceso, sin más transición entre uno y otro registro que símbolos como una larga escalera que comunica la parta baja y la parte alta de un cerro. El estilo cholo que algunos críticos criollos han considerado degradante o condescendiente (delatando de este modo su propia condescendencia) es, en realidad, una explosión creativa de optimismo contra toda demostración en contrario, en el que se advierte una dirección de arte en la que Susana Torres abraza el kitsch sin ironía.

Encuentro extraordinaria también la capacidad de Llosa de crear una historia tan intensa y activa a través de planos generales en los que la cámara escasamente se mueve. Ya sea que el personaje es Lima, el rostro de Fausta, o las manos de Noé, la puesta en escena parece más propia del teatro que del cine. Pero en esto, como en su simbolismo fértil, Llosa muestra ecos de Buñuel y de Jane Campion. Por momentos, es un simbolismo que asalta al espectador y vence cualquier capacidad de desciframiento: Fausta lleva una cucarda florecida en la boca, mientras espera a Noé, una nave intenta cruzar un túnel, un piano destrozado arde en el jardín de la casa, una posible tumba se convierte en una piscina. Es una opción que, sorprendentemente, no convierte “La teta asustada” en una película barroca o sobrecargada como lo fue, por momentos, “Madeinusa” y en la que se aprecia una dirección diestra.

Durante el estreno de la película en Nueva York, Llosa dijo que el trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación había sido un referente para su historia, del mismo modo que el trabajo etnográfico de Kimberly Theidon, a quien debe el hallazgo del síndrome de la “teta asustada”. La historia que nos cuenta, entonces, interviene en la actual batalla de la memoria que se libra en el Perú: toma partido por quienes optan por enfrentar el bulto, el fardo inquietante que tenemos en casa y del que no algunos no quieren hablar. Del mismo modo que hace siete años asistí a un entierro propiciatorio y a una exhumación, he sentido al ver “La teta asustada” que asistía a un pago propiciatorio que nos ha de ayudar en el enorme ejercicio de develamiento al que los peruanos estamos llamados.

martes, abril 07, 2009

Esta probado

Está probado
Que nuestro país es un lugar difícil, de estudiados silencios y metódica vergüenza.

Está probado
Que somos una marea que delibera ruidosamente antes de seguir las órdenes de la luna.

Está probado
Que libramos nuestras más sangrientas batallas a oscuras.
Que llevamos la procesión, la rabia, la pena, el susto, por dentro
Y a veces en el bolsillo derecho.

Estos hechos conforman este juicio:
El patente esfuerzo de uno y otro de decirnos que somos menos
A patadas, a goleadas, a latigazos
Quitándonos la libreta electoral, la buena cara o el cuerpo
Con los que nos empeñamos en iniciar el día

Pero también
Nuestra ingenua astucia, nuestras denuncias inútiles
Nuestros rotundos desayunos, antes de cada nueva oportunidad
La soñada arquitectura, el dato fáctico
De nuestras banderas.

Por consiguiente
Nuestra dignidad (de vez en cuando)
Lleva derechamente
En modalidad y extensión
A esta sentencia:
Estamos vinculados unos y otras
Y cuando nuestros hermanos sufren
Su dolor es generalizado
Y sistemático y baja con el pie derecho y se instala en casa.

Eso también está probado.

Y que, por último
Como era y es obvio
Y se dejo establecido desde un inicio
Tenemos todo el derecho de querernos tercamente.
Han sido probados en autos
Nuestros primeros nombres, nuestros rostros
Nuestras canciones que nadie más en el mundo entiende
Y que siempre vamos al estadio

Y por primera vez queda probado (y esto no era obvio)
El miedo de los tiranos como un temblor de tierra
Esos grandes incendios de basura
Que hieren el cielo
Y que se mezclan hoy
Con el gas lacrimógeno de nuestros salvajes carnavales
Y la gran humareda
De nuestra primera procesión feliz.

miércoles, marzo 25, 2009

El arte de hacer buenas sillas




Cuando yo era chico, el único capitalista que conocía era mi abuelo. Luego me di cuenta de que mi tía Pocha también era capitalista, y con ninguno de los dos me hacía problemas.

De hecho, el capitalismo que practicaban me parecía bien bacán: repleto de actividad y aventura. Mi abuelo se la pasaba viajando entre Lima y Trujillo, con ocasionales saltos a Estados Unidos y a Europa, comprando y vendiendo partes de autos. Le importaba un rábano si los gringos eran del bloque occidental y los polacos del bloque soviético: con los dos negociaba y traía las máquinas que le parecían buenas a la Feria Internacional del Pacífico, donde mis tíos y yo hacíamos guardia en el stand. Mi tía Pocha no paraba en todo el día. Administraba una chacra de un par de hectáreas, criaba tres hijos, supervisaba el Mercado Municipal de Pacasmayo y arreglaba la vida y milagros de todas sus vecinas y amigas. Con parte de la cosecha de arroz de 1995, mi tía juntó unos dólares que fueron la beca familiar con la que viví los primeros meses que estuve en Nueva York.

El mensaje del capitalismo aquel parecía ser: trabaja duro, ahorra, no dejes de explorar lo nuevo.

a veces las cosas iban bien, a veces no tanto: una inversión rendía menos de lo esperado, el río trajo poca agua. Cuando el desastre golpeaba, había que enfrentar las consecuencias, que tenían la cara de un gerente de banco. El banco negaba préstamos, cobraba intereses, exigía pagos, embargaba bienes, movía plata y no movía un dedo.

Quien mejor expresó lo mal que me hacía sentir ese capitalismo bancario fue el Padre Cerrato, nuestro padre espiritual en el colegio, una vez que el profesor de Educación Cívica se enfermó. El padre Cerrato, que había venido al Perú como jesuita joven luego de la guerra de España, era un tipo bueno y simple. Su lección de economía ese día fue igual de buena y simple: tomó una de las sillas del salón de clase y la describió. “Mirad esta silla. ¡Qué cosa más bien hecha! Es firme, es sólida y cómoda. Se nota que quien la hizo puso lo mejor de su arte en ella. Eso se llama trabajo.” Y agregó “Pero considerad ahora al que no ha hecho esta silla con sus manos y simplemente la vende. ¿Creéis que ese la hizo más valiosa, más cómoda?” Y así nomás, el cura del colegio nos introdujo a la teoría del valor, a la doctrina social de la iglesia y a un par de verdades de la vida.

Hace toneladas de años, cuando el trabajo era considerado una deshonra y el dinero ensuciaba las manos de los buenos cristianos, un grupo de gente que vivía en ciudades propuso un cambio ético fundamental: vivir de las rentas de la tierra es inmoral, holgazanear es un signo de perdición, hay que trabajar duro y ahorrar, vivir dentro de los límites de lo que uno gana y de la común decencia. De ese grupo surgieron los primeros capitalistas: capitanes de empresa y ascetas de energía inacabable que harían exclamar a un filósofo alemán olvidado:

“La burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario.

(…) La burguesía ha revelado que la brutal manifestación de fuerza en la Edad Media, tan admirada por la reacción, tenía su complemento natural en la más relajada holgazanería. Ha sido ella la primera en demostrar lo que puede realizar la actividad humana; ha creado maravillas muy distintas a las pirámides de Egipto, a los acueductos romanos y a las catedrales góticas, y ha realizado campañas muy distintas a las migraciones de los pueblos y a las Cruzadas.”

Hoy sobreviven en la moral pública leves rezagos de la moral burguesa y su ética del trabajo. La siesta y la tardanza, la renta y el despilfarro, propios de una mentalidad feudal se miran con sospecha. Pero el capitalismo, que originó esa ética ya no es lo que era. De hecho, su mensaje moral es bastante distinto.

El capitalismo tardío de las sociedades avanzadas ha creado economías donde el mundo real de las sillas producidas con valor de uso es una fracción mínima del valor de cambio. Las compañías convencen a los compradores que no compran sillas donde sentarse, sino estilos de vida feudales. Venden, además, a otros, el derecho de arriesgarse a través de acciones que prometen una parte de los dividendos futuros. Pero eso no es todo: los accionistas no compran para recuperar su inversión a través de la ganancia resultante de vender sillas, sino la ganancia especulativa de comprar y vender las acciones. Más complicado aún: las empresas especializadas en especular con las acciones colocan ellas mismas acciones. Los inversionistas (aunque llamarlos así es un insulto a mi abuelo y a mi tía Pocha) compran acciones endeudándose en la esperanza de pagar con el resultado de su especulación. Compran casas para hacer una ganancia en la reventa, aunque la casa sea exactamente la misma, y convierten la casa en la que viven en un cajero automático adquiriendo una segunda hipoteca aunque la primera no esté pagada.

Pero ahí no queda la cosa. Las hipotecas se suman y luego se venden entre bancos, de acuerdo al riesgo de que se paguen bien o mal. Se organizan paquetes con combinaciones de distintos tipos de hipoteca que llegan a constituir el centro de la riqueza acumulada por los bancos: un mercado en el que se compran y venden riesgos como quien vende sillas.

Por supuesto, ocurren dos cosas: los dueños de casas, convencidos por el capitalismo avanzado que hay que comprar nomás, sin necesidad de ahorrar, se endeudan al máximo. Los banqueros, deseosos de inventar más productos que se puedan vender y especular descuidan una clasificación realista de los riesgos de los famosos paquetes de hipotecas. Hay que mantener la burbuja especulativa a toda costa. Todos asumen que los precios siempre subirán, así que compran y compran.

Hasta que un día empieza a ocurrir lo inevitable. Los dueños de casas ya no pueden endeudarse más y dejan de pagar las hipotecas. Como nadie midió el riesgo bien, esos morosos contaminan los grandes paquetes hipotecarios. De un día para otro, todas las compañías y bancos que tenían miles de millones invertidos en esos paquetes, descubren que no saben cuanto vale lo que tienen. Como no saben si lo que tienen vale algo o nada, se aferran con las uñas al cash que les queda, y que nunca es más que una fracción mínima de sus obligaciones. Nadie le presta nada a nadie. Ni mi abuelo, ni mi tía Pocha podrían convencer a un banco que les preste algo para invertir en cosas de verdad como fertilizantes y carros, porque os bancos se han autoquebrado especulando en cosas de mentira.

Al cerrarse el crédito, quiebran los productores de sillas y dejan de comprar los que necesitan sentarse. Los que especularon entran en pánico y venden. Al vender todos, se derrumban los mercados y pierden todos. Las empresas bajan de valor de un día para otro y no tienen suficiente respaldo para cumplir con sus propias obligaciones, y como los fondos de pensiones también especulan, de un día para otro la gente pierde sus casas, sus empleos o su retiro.

El gobierno interviene para salvar a los bancos de su propia estupidez. Para hacerlo, echa mano de lo que tiene: es decir, el dinero de los impuestos o la maquinita de imprimir dólares. Entonces ocurre algo raro: los capitalistas que gritaban a voz en cuello cuando Obama proponía redistribuir un poco de riqueza, no dicen ni pío cuando Obama redistribuye los costos de la burbuja financiera. Bancos enteros son en la práctica cuasi socializados, y nadie se sorprende ni exige que se les deje quebrar porque así es el capitalismo, que castiga a los ineficientes y a los torpes.

Y así, el mensaje moral de Benjamin Franklin y los protestantes del medioevo termina de irse al basurero de la historia. Los que vivieron dentro de sus límites y no compraron una casa que no podían pagar, pagan con sus impuestos para que los que especularon no pierdan todo. Los bancos que especularon se salvan y los brokers que animaron a la gente a especular son rescatados por el gobierno y reciben jugosos bonos de productividad. Si la especulación se llama hoy inversión, ¿por qué no llamar a la quiebra productividad?

Cuando Merryl Lynch se hundió el año pasado, le di una mirada a mi pensión, y pasé casi todo o que estaba en acciones a bonos. Hace un mes, cuando la bolsa había caído a la mitad de lo que había sido durante la burbuja, volví a dejar las cosas como estaban. Igual, he perdido un montón de lo que he aportado. Por suerte, no me voy a retirar mañana. Pero ¿y los que sí se retiran mañana? ¿y los que confiaron en sus bancos o sus fondos de pensiones, que les dijeron que inviertan con seguridad?

En resumen, no tengo casa ni acciones, pero pago con mis impuestos para que los que especularon en casas y acciones mantengan ambas y sigan ganando varios cientos de veces más de lo que yo gano por el mérito de hundir sus compañías. La lección moral es clara: fui un tonto. Aprendí de la gente equivocada. Uno no puede ir por la vida admirando al abuelo, la tía y el cura.

Por supuesto, bromeo. Lo que ocurre ha causado una indignación a la vez masiva y sana, y un retorno a los valores de abuelo, tía y cura. En la televisión, el comediante Jon Stewart hace trizas a la cadena CNBC por hacer de la economía un entretenimiento y vender la idea de la especulación como forma de vida. El “New York Post”, diario de 25 centavos, publica una primera plana devastadora el día que nos enteramos que los sinvergüenzas de la aseguradora AIG se pagan bonos millonarios con nuestros impuestos: “¡No tan rápido, cabrones avarientos!” Cuando un periódico de Nueva Cork insulta banqueros en plena carátula, algo muy profundo ocurre. De pronto, el socialismo europeo no parece tan mala idea, y los paraísos financieros parecen un error de juventud. La gente corta sus tarjetas de crédito, los chicos empiezan a usar alcancías y se reconsidera el viejo arte de hacer buenas sillas.

En la indignación actual, que surge de la sorpresa ante el pozo sin fondo del capitalismo avanzado, puede que germine una transformación profunda de actitudes. Son pocos los que se atreven a decir que el problema de la economía es el inmigrante que quiere trabajar con sus manos; están en el descrédito quienes opinan que hay que hacer trizas la naturaleza para ganar un dólar extra y los que hicieron fortunas con el riesgo y la desgracia ajena son unos parias. Tal vez, sólo tal vez, haya posibilidad de que –después de todo- los capitalistas de mi niñez hayan tenido razón.

martes, marzo 17, 2009

Economía política de la memoria



Toda sociedad produce elementos tóxicos e inventa formas de lidiar con ellos. Las sociedades ricas y sofisticadas son sociedades impecables, donde ni los ciudadanos contaminan ni las autoridades descuidan el deber de limpiar. Por el contrario, las montañas de basura son síntoma inequívoco de pobreza y negligencia.

La contaminación del aire no es otra cosa que la decisión de las autoridades de cargarle a cada uno de los ciudadanos los costos de la irresponsabilidad de los dueños de coches y empresas sucias. La contaminación del mar es el resultado directo del abandono de las redes de desagüe; lo que le suele importar poco a un Estado negligente, aunque luego se vea desbordado por epidemias de distinto tipo.

Gobiernos neoliberales como el de Fujimori y el de García tienen una economía política de la basura muy característica: se alían con grandes contaminadores, porque éstos detentan poder económico, y cierran los ojos a la destrucción del ambiente o la salud de la gente. Si Luchetti destruía un parque natural, al Sr. Montesinos le daba lo mismo, y presionaba a los jueces para favorecer al contaminador. Si Doe Run mantiene a La Oroya como la ciudad más contaminada del hemisferio, qué más le da al Sr. García.

El neoliberalismo mantiene ganancias y costos en el reino de lo privado. Doe Run se queda con sus ganancias, y los mineros se quedan con sus enfermedades. A nadie se le ocurre reconocer que el costo es social, y que las empresas tendrían que incorporar en sus presupuestos los costos de limpiar y lidiar con los efectos de sus actividades.

Exactamente lo mismo ocurre con la memoria. El recuerdo de los años de la guerra es material tóxico. Contar lo que ocurrió es manipular una sustancia terrible: es tocar con las manos la superficie de la tristeza, ver de cerca el pozo séptico de la desconfianza.

Este material tóxico no puede seguir donde está: acumulando su potencia fatal y multiplicando sus riesgos en la mente de cada individuo. Hay que limpiar cada una de nuestras casas en un ejercicio colectivo de memoria sanadora y hay que exigirle cuentas a quienes produjeron este derrame de pena.

Pero García y Giampietri prefieren que vivamos en medio de la basura. Que cada uno se las arregle como pueda. El que tenga los recursos para ello, que contrate un sicólogo. El que no, que se aguante o acepte el consejo de resignación del cardenal Cipriani o acepte el insulto de Flores Aráoz, que dice que los peruanos somos poco más que bocas.

Todo esfuerzo racional y responsable de lidiar con la memoria tóxica –ya sea la Comisión de la Verdad, el Ojo que Llora, o Yuyanapaq- les espanta. Mejor es que las cosas sigan como están y que nadie se atreva a tocar a los grandes contaminadores... grupo en el que están incluidos (Nunca mejor dicho: este es un gobierno con las manos sucias). ¿Cuántos peruanos cargan solitariamente con la desgracia de no conocer la tumba de sus seres queridos por culpa del gobierno de 1985-1990? ¿Quién la espera de un familiar cuando se aproximaba el toque de queda, el apuro al pasar por un cuartel con el rótulo “Orden de disparar”?

Fujimori fue un contaminador más honesto que García: decretó la privatización del dolor a través de una amnistía que prohibía incluso la mera investigación de las atrocidades cometidas por las fuerzas armadas. García está, en cambio, a la defensiva, y tiene que justificar lo injustificable: que en un país donde los líderes senderistas están en la cárcel y el dictador enfrenta un proceso justo, pretendamos olvidar por qué. Los estanques de Augias de la memoria están siendo barridos por un poderoso río de verdad y García se ahoga. Cualquier peruano con la edad de hacer memoria recordará al Comando Rodrigo Franco y sus crímenes impunes; cualquier visitante de “Yuyanapaq” verá la foto de García supervisando ufanamente el campo de batalla luego de la masacre de Los Molinos.

Cuando la CVR conducía sus investigaciones, García y Giampietri acudieron a dar su testimonio, alternativamente sobradores o compungidos; igualmente temerosos. Cuando leyeron los resultados, no les quedó otra opción que la que normalmente usan los contaminadores: seguir contaminando, en la esperanza que la gente se acostumbre a vivir así; seguir mintiendo, hasta que el discurso público sea una gran mentira y el cinismo haga que a nadie le importe la verdad.

La CVR afirmó que el dolor de la viuda de un policía, el trauma de la mujer violada, la pena del amigo de un desaparecido no debían ser cargas individuales. La comisión afirmó que a todos nos correspondía ayudar: dignificando a las víctimas, hasta entonces blanco de la mofa oficial; castigando a los culpables, protegidos por la amnistía o por procesos penales injustos que mezclaban inocentes y culpables.

Uno podría ver la democracia recuperada en el 2000 como un gran esfuerzo de limpieza histórica: darle un juicio justo a Fujimori y a Guzmán, en vez de dejar sus crímenes en el olvido, es hacerse cargo de la memoria tóxica. Construir monumentos a todas las víctimas, en vez de enviar una horda para destruirlos; construir un museo en vez de denunciarlo, es invitar a cada peruano a limpiar su mente por medio del diálogo.

Pero, por ahora, nos gobierna el barro. Modesta sugerencia: es hora de volver a limpiar.
Lavemos nuevamente la bandera; que los estudiantes vuelvan a llevar escobas al frontis del Congreso; borremos la pintura arrojada por los fujimoristas a El Ojo que Llora y al mural de Delfín en el local de Aprodeh. De nosotros depende, si queremos seguir sufriendo del sueño interrumpido, de la teta asustada, del recuerdo suprimido, de las enfermedades de la memoria tóxica, o si proponemos una nueva economía política del recuerdo sanador.

viernes, diciembre 12, 2008

Homenaje a Detroit y al abuelo

Mi abuelo siempre ha admirado los Estados Unidos. "Los gringos son muy vivos", dice, y piensa en una mezcla de astucia, malicia, trabajo duro y caracter despierto... siempre preparados para aprovechar cualquier oportunidad o sacarle el jugo a una buena idea, o sacar ventaja de aquellos que no son tan "vivos".

Esa admiracion se debe, probablemente a que cuando Clodomiro -o Clodo, como lo conocemos- era joven, su generacion construyo el pais con maquinaria americana. Un pais placido de ciudades aisladas fue transformado durante el siglo veinte cuando millones de peruanos se descubrieron como trabajadores modernos, como empresarios, como ciudadanos.

A los 16, Clodo era un chiquillo en las barricadas de mi ciudad, Trujillo, peleando contra Sanchez Cerro. Gracias al cielo, sobrevivio y, a los veinte, ya manejaba su propio camion Ford entre Trujillo y Lima a traves de 600 kilometros de arenal donde -en ausencia de pista- los camioneros hacian su propia ruta siguiendo playas y caminos de mula; llevando toneladas de azucar y fruta y trayendo maquinaria y la ideologia del progreso.

Para ahorrar, los Fords se importaban de Detroit solo como chasis y motor. Una vez en el Peru, un carpintero construia en madera una cabina para el conductor y una plataforma para la carga. Luego, los choferes pintaban el camion con colores intrepidos, se buscaban un cura y bautizaban la maquina con el nombre de algun animal feroz: "El Tigre", "El Puma", "El Leon".

Como vivian tras el volante, los choferes se convertian en hibridos de hombre y maquina y terminaban adquiriendo el nombre del carro. Asi, el "Tigre" Bellina y el "Leon" Sanchez se tomarian una cervecita en un restaurancito a la vera del camino gastandole bromas al "Aguila" Molina... De hecho, la aventura revolucionaria de mi abuelo en el Trujillo insurrecto del '32 ocurrio siguiendo el liderazgo de un camionero y organizador sindical, el "Bufalo" Barreto.

El camion del abuelo no era un animal, sino "El Olimpico" porque Clodo, como todos los jovenes de esos años, admiraban a los atletas que en las Olimpiadas de Berlin del 36 se habian atrevido a desafiar y derrotar a la "raza superior" de Hitler. En esto de los apodos, fue un innovador, y pronto otros camioneros comenzaron a bautizar a sus bolidos con nombres venidos de la cultura popular americana: "Tarzan", "King Kong", "Superman", "El Continental".

A la larga, el trabajo del abuelo tras el volante del "Olimpico" (y el trabajo de la abuela criando 7 chicos) termino produciendo muchos camiones mas, y asi vinieron el "Olimpico II" y el III y asi hasta meterse en problemas con los numeros romanos. Mi madre y mis tios aprendieron todos a manejar en esos Fords de metal y madera, desde la simplicidad de su hogar trabajador hasta la universidad. Para manejar semejantes camiones y camionetas, tuvieron que desarrollar buenos brazos y la postura de un jinete de rodeo, cosas que no perdieron despues, cuando los sedan americanos empezaron a llegar al Peru y a transformar el manejo en una seda.

En fin, el hecho es que mi abuelo adora los carros americanos. Con ellos hizo negocios, los manejo, arreglo y vendio. Los veia como la encarnacion de la viveza y terquedad americana que tanto admiraba. Esos camiones gringos de los 30 y 40 treparon los Andes y acortaron el desierto, fueron a la guerra y salvaron el mundo. (Mi abuelo admira tambien mucho a los alemanas, otra gente muy "viva", pero jamas sintio por Rommel y por el Volkswagen ni una fraccion de la admiracion que le despertaron siempre Patton y Ford).

Ya despues del ciclo de los Olimpicos, y tal vez presagiando los problemas de la industria automotriz americana, los dejo y se cambio a Volvos y Scanias. Ese acero sueco era igual de bueno, y era mas barato trabajar con diesel. A pesar de su decision de hombre de negocios, sin embargo, nunca acepto para el nada menos que un buen carro americano, Fords o Chevys. Siempre ha visto por debajo los autos japoneses, y piensa que los coreanos producen latas de gaseosa con ruedas. En cuanto a los carros europeos, los ve como piezas de joyeria, autentica relojeria de lujo que no puede sobrevivir la subida a Ticlio... salvo el milagroso Citroen, pero eso ya es otra historia...

El resultado de todo este cuento, es que desde chico me la pase leyendo Mecanica Popular, pensando que no habia mejor carro en el mundo que un Mustang, y boquiabierto cuando veia esos supertrailers con un minidepartamento para el conductor y espacio de carga para doce automoviles. Desde que vivo en Nueva York, no dejo de tomar fotografias mentales de los rascacielos, pero tambien de las gruas rodantes con que los construyen: Goliats de cincuenta metros de altura que balancean con su inmenso brazo metalico toneladas de acero con la misma gracia con que una camarera bonita sirve el postre; y siempre pienso "Pucha, esto lo tendria que ver el abuelo". Cuando los camioneros hacen huelga, yo los apoyo automaticamente...

Asi que hoy, leyendo las noticias, me pregunto que pensara el abuelo, a sus 93, cuando sepa que Detroit se enfrenta al fin, luego de perder una vez mas una apuesta enorme, absurda, irresponsable y magnifica. Pensara que los gringos ya no son tan vivos? Sera que ha llegado el momento de aceptar la victoria de las latas de gaseosa con ruedas? Estara molesto con los genios de las finanzas que crearon y destruyeron fortunas virtuales de papel, arruinando a la verdadera economia de sudor y acero? Sera que -siempre el pionero- le apuesta a un futuro solar y verde?

Lo llame para preguntarle... pero no estaba. Como es obvio, estaba manejando.

martes, abril 29, 2008

El Wall Street Journal, chavista, alanista y fujimorista

Que gracia lo del "Wall Street Journal"!

El dia de ayer, la periodista Mary O'Grady publico un largo articulo sumandose al linchamiento publico de Aprodeh, la organizacion de derechos humanos mas importante del Peru, como un supuesto grupo "pro-terrorista".

En que profunda investigacion baso la Sra. O'Grady su hallazgo? En exactamente una (1) entrevista al parlamentario Rolando Sousa, miembro de la bancada de "Alianza por el Futuro", el partido del Sr. Fujimori. No hace la menor mencion al hecho de que el lider del Sr. Sousa enfrenta juicio por auspiciar escuadrones de la muerte y que Aprodeh representa a victimas de dichos escuadrones en el juicio.

Con la palabra del Sr. Sousa, la periodista reproduce con fidelidad gramofonica la especie de una vasta conspiracion chavista y terrorista en America Latina de la que ONGs como Aprodeh formarian parte. La Sra. O'Grady nunca se entero de que Aprodeh es la institucion que ha logrado el enjuiciamiento por tortura del Sr. Ollanta Humala, el lider local del chavismo.

Peor aun, en este desfile de ignorancias e ingenuidades, la periodista decide dar recibo a la nocion del Sr. Garcia de que Aprodeh y otras ONGs no hacen otra cosa que bloquear el desarrollo con su "anticapitalismo". Alguien le habra dicho a la periodista que el adalid del capitalismo Alan Garcia es el mismo personaje que destruyo la economia peruana en los 80s al mejor estilo de Robert Mugabe?

Digo yo, en mi propia ingenuidad, que le costaba a una periodista pagada por uno de los periodicos mas importantes del mundo llamar a Aprodeh y pedir su opinion? O averiguar sobre la situacion legal de los Sres. Fujimori, Humala y Garcia y el rol de Aprodeh para buscar que la justicia les alcance? Que penoso insulto a la inteligencia!

A nadie escapa lo obvio: un gobierno elegido a nariz tapada, en el subsuelo de la popularidad, incapaz de producir el menor impacto redistributivo en medio de una bonanza exportadora sin precedentes busca chivos expiatorios para ocultar su incompetencia economica y su autoritarismo. Al mejor estilo del Sr. Garcia, este gobierno esta haciendo todo lo que puede para convertir cualquier protesta en crimen reprimible directamente por el ejercito y encuentra en ese proposito obstaculos en organizaciones que -como Aprodeh- se dedican a defender los derechos ciudadanos y el estado de derecho.

Pero eso era, probablemente, demasiado investigar para la Sra. O'Grady, ocupada como estaba por el Caton local, el Sr... Sousa se llamaba?